Como ya he contado antes, tantas veces ya, mi abuela se fue un agosto. El, de quien hablo en esta historia, tenía unos 10 años, edad de la que caigo en cuenta en este momento en el que empiezo a retroceder en el tiempo, calculando los años que hoy tiene y avergonzandome un poco más. 10 años, edad suficiente para saber que la abuela ya tenía tiempo de no sentirse bien. Edad suficiente para entender, por lo menos por fuera, que la abuela ya no estaba más aquí y que, desde ese momento, solo nos quedaba resignarnos a recordarla cada vez que algo peculiar sucediera en la familia o en esas señales que llegarian tiempo después. Edad suficiente para necesitar un abrazo, un momento solo suyo para decirnos como se sentía, una explicación sutil sobre el adiós eterno. Tantos años después me doy cuenta de que, seguramente, ninguno de nosotros le entregó eso.
A poco tiempo de esa madrugada que trato de no recordar y, como se estila aunque no tengamos nada claro qué religión nos toca, fuimos a una iglesia y nos juntamos ahí todos los que tanto la queriamos. Yo, que no suelo archivar estas situaciones en mi cabeza, recuerdo claramente solo un momento, uno de esos que no significan mucho cuando pasan y que al recordar te anudan la garganta pensando que pudiste haber hecho algo distinto a lo poco que atinaste a hacer. En fin, que ya en esa iglesia que mi madre eligió cuidadosamente, intentando complacer los gustos de la abuela, aun en ese momento, coincidimos uno al lado del otro, el niño de 10 y yo, su prima de 16.
No recuerdo ninguna de las palabras en paporreta que dijo el cura por más de media hora. No sé quienes estuvieron ahí esa noche, ni que llevaba puesto, nada. Solo puedo recordar que intentaba no dejar volar a mi mente, que no quería faltarle el respeto a la memoria de mi abuela ni al esfuerzo de mi madre y que intentaba, al mismo tiempo, ser fuerte y valiente, no llorar. Recuerdo también que la valentía se destruyó en el momento en que, también por cuidadosa elección de mi madre, sonó una de esas canciones que a la abuela tanto le gustaban, esas que solo podías saber cómo las disfrutaba si la conocías bien. Y entre tanta concentración para ser valiente, entre tanto labio mordido para no gritar a voz en cuello la letra de esa canción, algo brillante me distrajo, algo a mi derecha, una pulsera de plata y un sollozo. Era mi primo, el niño de 10 años que sostenía en esa misma mano de la que colgaba esa pulsera, un pedazo de papel con el que timidamente intentaba secar sus lagrimas.
Y ahí estaba él, paradito a mi lado, siempre con una postura firme aprendida de su padre, que por lo menos en eso andaba correcto por la vida, la postura. Paradito a mi derecha, firme, como el Julius de ese libro que tanto me gusta y que, irónicamente, siempre me traía su rostro cuando lo leía. Paradito y sin hacer mucho ruído, para no molestar o para que no lo noten, probablemente. Pero yo lo noté y noté también que en todo el tiempo que ya había pasado y que, cada uno a su manera, habíamos intentado sanar un poco, el nunca había mostrado su dolor. Pero, yo noté que esa noche sus lagrimas de un niño con un dolor lleno de ternura, con recuerdos borrosos de una vida que aun tenía pocos años de memoria, con una despedida pendiente y creo yo, palabras que no le dijo porque, que iba el a saber que es bueno decirlo todo, siempre, y despedirse con una palabra bonita, como lo hace ahora.
Todos siguieron sumergidos en su dolor esa noche. No lo sé, puede ser que esa noche todos ahí hayamos escarbado un poco en esa pena que nos tenía sonriendo sin sonreír realmente todo ese tiempo. Puede ser que muchos ahí hayamos estado hablandole en voz baja, dandole gracias, diciendole la falta que nos hacía (que nos hace), pidiendole perdón, algunos, preguntandonos tantas cosas. Puede ser que a nadie le haya parecido peculiar la escena que tenía yo a mi derecha, puede ser. Yo, que intentaba ser valiente mientras miraba todo eso, solo pude alzar un poco mi brazo y despeinar con mi mano sus cabellos siempre bien peinados y acercar sutilmente y por poco tiempo su cabeza a mi cuerpo, cabeza que en ese tiempo no tenía yo que mirar hacia arriba.
Nada más, porque no sé, no tenía aun la valentía para lidiar con mi dolor y menos con el de alguien que entendía menos que yo. Nada más, porque es recién ahora que recuerdo todo esto, que creo que pude haberlo protegido en un abrazo lleno de tristeza compartida, sí, pero de complicidad. Ahora que esa complicidad y los años nos han llevado a conversaciones adultas entre risas, a confesarnos rencores y cariño mutuo.
Ahora, que todo esto ha logrado convertirse en una resignación repleta de señales y de una inexplicable protección celestial, de recuerdos aun frescos con sonrisas de lado y un suspiro, entiendo que él también tuvo sus momentos con ella. Que ella también lo llenó de besos muchas veces, lo ensalzó e hizo alarde de su inteligencia, dejandolo satisfecho y orgulloso, cosa que solo ella podía hacer. Que ella también lo amó y mucho y que él, a sus 10 años, amaba su patio rojo, su comida, sus cuidados, el de todos en esa casa con jardín inmenso donde el era el dueño de nuestra entrañable mascota, cada vez que llegaba y que, aunque no pueda recordarlo, era feliz cuando ella también se tiraba al suelo por él, para jugar mejor y con más calma los juegos que el quisiera. Y que, estoy más que segura, hoy seguiría diciendole el buen hombre en el que se ha convertido y claro, criticandole una que otra cosa, o varias, porque así amaba ella y a él, también lo amaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario