miércoles, 20 de marzo de 2013

Y en las malas..


Alguna vez han visto a alguien que quieren estar tan triste, a tal punto que quisieras poder pararte de lengua o sacarte la mierda con algun artefacto marca ACME para arrancarle una sonrisa. Han visto a alguien llorar de tal forma que quieres abrazarlo y decirle: "Yo me encargo" y salir cual papá de quinceañera en busca de la persona que le hizo daño y reventar a ese maldito ser humano a patadas solo porque sí. O querer salir corriendo en busca de una iglesia, como para estar más cerca a esa fuerza, a Papa Lindo, y pedirle de rodillas y con las dos manitas juntas que por favor, que nada malo suceda para que no sufra más. Alguna vez han sentido tanta tristeza al ver la suya que prefieres quedarte en silencio para no molestar. O han sentido tanta impotencia y no han podido hacer nada más que engreír a esa persona con cojudeces que ni siquiera a ti te parecen suficientes, y sin más remedio que tener que escribir sobre eso en tu blog. Alguna vez todo esto por alguien que ni siquiera lleva un apellido que esté dentro de tu árbol genealógico, ni una gota de sangre igual a la tuya, nada, solo el título ese que la sociedad impone y que no logra hacerle merito a quien llamas amiga; mejor amiga. 

Siempre he tenido una gran dificultad para consolar a las personas. Nunca he sabido si un abrazo es lo correcto o si es realmente necesario hacer lo correcto o lo que siento. Nunca he soportado ver llorar a las personas que quiero. Creo que nadie logra tolerar nunca eso. Nunca he atinado a hacer más que inventar algun detalle que pueda arrancarles una pequeña sonrisa o hacer la broma más desatinada para que sonrian mientras mueven la cabeza desaprobando mi estupidez. Nunca tengo las palabras precisas y ni siquiera me molesto ya en buscarlas cuando no puedo decirle a alguien que todo estará bien sin saber si así será. Nunca se cuando debe durar el silencio y nunca se cómo ofrecer mi hombro, pero ahí está.

Y no sé como acabar con tanto dolor cuando el mio ha terminado hace no mucho. Y no sé si espera más de mi, si necesita oirme decir las frases armadas que todos dicen, si necesita que sea dura con ella o que le de la razón. No sé si mi silencio largo sirve o si por el contrario, la hace sentir sola; o si necesita que llene un poco el espacio y el tiempo que está cambiando en estos días. Siempre he pensando que la mejor forma de ayudar es no estorbando y que, a veces, es bueno solo estar ahí sentada, en silencio y escuchando todo lo que quiera gritar. No lo sé. Y es que no saber abrazar su dolor deja en mi un mal gusto cuando extiendo mis brazos mientras ya da la espalda. Poder saber abrazar a otras personas en el momento preciso es una ironía absurda y a la vez, una muestra de que quiza no todos necesitan un abrazo, solo un oído.

Y quizás eso soy para ella, un oído solamente. No necesita más de mi que eso, mi paciencia y mi silencio. Y si resulta que no, que busca más cuando por fin decide abrir sus puertas y gritar, pues que me perdone, porque no quisiera más que hacer todo lo que esté en mis manos para calmar, aunque sea un poco, el vacío y pena de esos días en que todo está mal. Que me perdone, porque espero entienda que en mis risas nerviosas, en mi silencio, en mis detalles absurdos, en las botellas de color verde, en mis intentos fallidos de cocinera inexperta, en mi puerta abierta por si quiere hablar de madrugda, está todo lo que me permite darle sin romper sus muros y toda la promesa que hice alguna vez. Está todo lo que la vida nos ha ido acumulando en sentimiento. Todo lo que puedo amarla, como si la lealtad y el título que alguna vez nos pusimos, nos hubiera convertido en seres de la misma sangre, en como hermanas, o más, en amigas para toda una vida. 

Carta a mis sobrinos.

Hoy los ví. Sí, se que no es mucho el tiempo que me quedo cuando por fin aparezco en su puerta y sí, supongo que para ustedes el poco tiempo que paso ahí es mucho más de lo real, una realidad y un tiempo que aun no tienen claro. Hoy los vi y ahora que lo pienso, no estaba en mi plan diario el ir a verlos. Hoy los vi y ya sentada en la sala de mi casa con sus fotos frente a mi y mi sonrisa boba, siento por todo el cuerpo esa inexplicable felicidad que solo ustedes han podido lograr hacerme conocer.

Hoy entré a su casa y aunque no los vi desde que llegué, bastó que escuchen mi voz o mi nombre, no sé, para que salieran corriendo de sus cuartos, recién cambiaditos a ropa de casa y con la carita cansada de un día de clases. Corrieron. Sin atropellarse el uno al otro, porque así son ustedes, siempre dejandose ganar entre ustedes como si entendieran que al final lo que importa es llegar y llegar juntos. Corrieron, y aunque tu, mi preciosa niña, llegaste segundos antes, tuvieron la perfecta certeza de colgarse al mismo tiempo de mi cuello y darme el abrazo que, creo, han estado aguardando desde la ultima vez que los vi. Los cargué, con una fuerza que solo tengo cuando se trata de cargarlos a ustedes. Los cargué y los llené de besos al mismo tiempo, uno para cada uno, dos, tres, cuarenta besos. Y les juro, les juro que se detuvo el tiempo mientras oía a lo lejos un ruido que luego entendí era la voz de su mamá saludandome y de su papá despidiendose para volver al trabajo. Se detuvo el tiempo en un saludo que no tiene más de unas cuantas semanas esperando. En un saludo que no tiene dramas ni nada de distancia por la cual hacer catarsis aquí. Un saludo que ustedes olvidaron al momento de bajarlos de mis brazos para que regresen cada uno a su mundo. Un saludo que a mi se me ha quedado impregnado, como cada abrazo que ustedes me regalan en su hermosa inocencia. 

No sé en realidad porque les estoy escribiendo esto. Quizás es el miedo a verlos crecer tan rapido. El miedo a volver a ser esa persona que no pude decir lo que siente tan facilmente. El miedo a mirarlos cuando sean grandes y no saber llenarlos de besos como hoy lo hago, de no decirles cada que toco sus caritas cuanto los amo y lo maravillosos que son. El miedo a que en su vida no haya algun día un espacio para mi o para escucharme cuando les diga lo inteligentes que eran desde pequeños, cuando les cuente sus palabras graciosas, sus juegos inventados, sus rabietas, o porque no, como me cambiaron la vida. Me cambiaron la vida, sí, y no pretendo que lo entiendan desde ya. Es más, quizás no logren hacerlo hasta que uno de ustedes tenga un hijo y el otro lo ame como si fuera suyo, ya lo veran.  

Me cambiaste la vida, princesa Lourdes. Porque no podía entender que una persona pueda amar tanto a un pequeño ser que no haya salido de una misma. Me cambiaste la vida porque, imaginaras que no fue fácil tener un bebé en la casa por primera vez y no sentir que me privaba de nada, solo cuando no podía disfrutarte algunas horas por irme a clases. Cambiaste mi rutina sin que yo me de cuenta o me moleste hacerlo. Cambiaste mis temas de conversación y mis horas de dormir. Cambiaste, sin duda alguna, mi forma de despertar, porque mientras tu llorabas por despertarte en la madrugada, yo sonreía dando vueltas en mi cama mientras te oía desde mi cuarto totalmente agradecida por tu llanto, porque existias ya. Porque entrabas a mi habitación con tu carita traviesa, lista para subir a mi cama y jugar con todo lo que esté a tu alcance, y para mi eso era mejor que seguir durmiendo. Fuiste mi refugio, mi esperanza desde el día en que supe que llegarías. Y tu Sebastian, mi principe maravilloso, llegaste para romper el silencio que a veces esto de ser adultos trae consigo. Cambiaste poco a poco mis días, la rutina, los abrazos adultos de los que te hablo. Me enamoraste con tu sonrisa de lado, me trajiste la ilusión que estaba demasiado floja en ese tiempo. Fuiste un reto para mi, uno de los más grandes que he tenido. Me contuviste, fuiste mi fuerza en uno de los peores momentos de mi vida en el que solo tener que velar por ti, verte dormir y oirte despertar riendo, podian sacarme un poco de tanta tristeza.  Has cambiado mi vida, mis ganas de abrazar, mi paciencia por etenderte, por realmente querer entenderte. Me has llenado de una dulzura que te recorre todo el cuerpo y que espero no pierdas jamás. Me cambiaron la vida, pequeños chinitos. Me cambiaron el sentimiento y la forma de amar. Me cambiaron la sonrisa a veces dura a una sonrisa que va creciendo, incontrolablemente, por fuera y por dentro, como si no se pudiera más, como si el corazón fuera a explotar en cualquier momento de tanto latir a mil por hora, como si cada vez que veo sus ojos descubriera un nuevo tesoro, una respuesta, una luz. 

Podría pasarme horas escribiendo lo que siento, lo que me dan en cada mirada risueña cuando atino en el juego que quieren jugar, cada vez que se rien a carcajadas cuando beso sus barriguitas, cada vez que quieres que llegue rapido al final de La Cenicienta para oir que se casaron, cada vez que esperas que me levante después de haberme herido con tu espada de caballero mata dragones. O cuando les digo que debo irme y corres por tus zapatillas para irnos juntitos de la mano, mientras tu, toda grande ya, te despides como una señorita pidiendome que me cuide y que regrese pronto. Podría decirles cuanto los amo, pero no puedo. No puedo continuar llenando de palabras este espacio en blanco porque no logra quitarme esas ganas de decirselos y que lo entiendan y que me lo digan también. Pero aquí  va. Los amo, los amo con todo lo que puedo amarlos. Los tengo presentes, siempre. En decisiones que tomo, en promesas que hago, en mi despertar y en mis intentos de dormir. Los tengo presentes en mi cuidarme para ustedes. En mi futuro, que será de ustedes también. Los amo, por la sangre que recorre nuestras venas, preciosos. Esa sangre que su papá y yo compartimos y que no permite que nada malo se cuele entre nosotros al final del día, que nos enseño también que lo importante no es ganar entre nosotros pero si llegar juntos. Esa sangre que los hace parte de un cuarteto que fue y es siempre indestructible. Familia, mis pequeños hermosos, familia, y eso, eso no se destruye nunca y este amor que yo, que todos sentimos por ustedes, es igual, de esos indestructibles y reales. Los amo.