miércoles, 22 de mayo de 2013

Toda la vida.




Hay ciertas cosas de las que nunca he sido capaz de escribir todo lo que realmente siento y pienso. Se me hace muy difícil, por ejemplo, escribir sobre mi familia. Es muy confuso. Se me complica escribir sobre los lugares a los que les tengo tanto cariño y las personas que quiero más allá de un simple “te quiero”. Aun así, desde hace unos días siento la necesidad de escribir sobre una de las personas que, fuera de mi familia de sangre, es una de las personas más importantes en mi vida: Mi “mejor amiga”.

Fue hace más o menos 7 años que entendí que un cartón si era importante y que, a mi edad, ya era hora de empezar y terminar una carrera. Que entendí que en el turno, salón y entorno en el que estaba, no solo no iba a estudiar nunca, si no que no lograría aguantar un mes más. Fue hace más o menos 7 años que me burlé de su nombre en silencio sin haberle puesto un rostro aun, dándome cuenta tiempo después que de haberme burlado en voz alta, hubiera cavado mi propia tumba. 

Nunca olvidaré la primera vez que escuché su risa escandalosa, la de ella y ese grupo al que yo miraba con envidia por haber coincidido un ciclo antes. Incluso recuerdo la primera vez que hablamos. Estaba encargada de sacar unos equipos, necesitaba un DNI y yo ofrecí el mío. Recuerdo que su caminada era bastante intimidante, su ropa oscura y la “moda” que la etiquetaba como una chica ruda, de esas que se las saben todas, también lo eran. No tardó en humillarme públicamente burlándose del tamaño de mi DNI. No tardó ni un minuto en dejarme ver que no era más que una “etiqueta” lo que aparentaba y en mostrarme una sonrisa y una abierta nobleza en esos ojos llenos de una picardía que se me hacía muy familiar. No tardó ni un minuto en pasar de mi ya conocida etapa de antipático prejuicio a mi etapa de entregar mi mejor sonrisa y abrirme a conocer a la persona que tengo en frente. Creo que es justamente esto lo que hizo tan fácil todo el comienzo de esta historia. Después de eso vino un golpe en el hombro y una carcajada cómplice que, muy a su estilo, era una forma de hacerme ver que yo también le había caído bien. Insistió en salvarme de andar con gente con la que jamás andaría de no ser por mi traicionera timidez. Luego, el Messenger. Ese entrañable amigo que aunque ahora todos menosprecien, fue el afianzador compañero. Y así fue, empezaron las risas, aparecieron las primeras frases estúpidas, los chistes internos. Surgieron historias pasadas, los más profundos miedos llevados siempre a la broma. Empezó la confianza, llegaron los primeros apodos y el inevitable cariño.

Desde ese primer golpe en el hombro hasta hoy, hay mucha historia. Pasamos de ser dos perfectas desconocidas a ser un poco compinches. Creamos una confianza que estaba por sobre el valorado acto de contarnos todo. Pasamos de ser muchos en un grupo a ser solo 4 y de vez en cuando, solo nosotras dos. Cada una vivía un calvario del que no hablábamos mucho. Yo me preocupaba por mantenerla al tanto de lo que pasaba cuando no estaba en clases y ella, de defenderme si alguien pasaba el límite del respeto. Yo empecé a ponerla en mi lista mental de esas a las que catalogas como “una de tus mejores amigas”. Ella, no sé y la verdad, no es relevante hoy en día. Yo, de una forma que hasta a mi me sorprendía, era incapaz de comentar a sus espaldas cualquier cosa que no fuera correcta. La defendía, sin que supiera, de algunas lenguas que intentaban dejarla siempre en mal lugar, me preocupaba sin invadir su siempre distante espacio. Hay tanto desde ese primer golpe. El segundo, por ejemplo, cuando sentí que había perdido a “una de mis mejores amigas” y a cambio de eso me alejé yo también, con un resentimiento extraño y estúpido que me hizo olvidar lo importante. Olvido del que hasta el día de hoy me arrepiento como casi nunca me he arrepentido de algo y que me ha llevado a ser como soy con ella ahora.

Y regresó. Así como llegó alguna vez a burlarse de mi DNI y de mi edad, regresó a mi vida con todo su nuevo aire y su renovada y real sonrisa. Regresó para dejarme ver lo mucho que la había extrañado todo el tiempo que anduvimos sin saber de nuestras vidas y lo mucho que extrañaba reír con nuestro fino humor. Sin peso, regresó. Como cuando no tienes nada que temer y nada que perder. Regresó el día de mi cumpleaños a darme una razón más para celebrar cada año. Porque sí, hay cosas como esta amistad renovada que merecen celebrarse. Y desde ese día, también hay mucha historia que contar.

Y otra vez el Messenger. Con conversaciones más adultas, con nuevas historias de un pasado reciente en el que no hablamos nunca. Un volver a conocernos porque, de alguna forma, ya no éramos las mismas. Y las miles de risas y madrugadas repletas de estupideces que hasta el día de hoy forman parte del repertorio interno de carcajadas. Frases que hasta hoy son la razón de una risa sin siquiera haber terminado de decirla. Amores, desamores pasajeros, desamores fuertes y las acostumbradas catarsis con temas familiares que siempre terminaban con un “lo siento, tenía que botarlo” y que en realidad no esperaban una respuesta. Las ciento de tardes frente al televisor viendo todo y a la vez nada. Desparramadas mientras se nos iban los meses, esperando que llegue el verano para dejar de turnarnos la colorida manta. Las extrañas coincidencias con varias comidas que aumentaban razones para compartir, y las cosas en las que no coincidíamos, haciéndonos compartir aún más. Las mañanas y tardes enteras aplaudiendo su pasión, a pesar de no entender nada de lo que hacía. Las pocas juergas, porque no somos de esas amigas que andan juntas de juerga, pero que cuando lo hacen, terminan siendo muy buenas. Las amanecidas con cerveza en mano hablando de cosas que quizá por ese orgullo o muro que cada una tiene, no hablaríamos. Y las lágrimas, por supuesto. Esas lágrimas que son realmente capaces de abrirme un hoyo en el corazón. Y las peleas que, gracias a Dios, no sobran y han aparecido una o dos veces, suficientes veces y tristeza como para permitir que suceda otra vez.

La etiqueta “mejor amiga" llegó sin que me diera cuenta hasta que retumbó en mis oídos llenándome de una mezcla de alegría, orgullo y honor (porque debo admitir que tengo un lugar envidiado por gente que la rodea). Y caí en cuenta de que yo también andaba usando esa etiqueta en mi cabeza al hablar de ella y que, aunque deteste usarla, era necesario usar esa palabra para explicar en lo que se había convertido. 

La confianza ha pasado de elegir que decirnos a contarnos casi todo, siempre con el espacio y tiempo que cada una crea conveniente porque si de algo estoy segura, es que eso de que "contarle a alguien todo es símbolo de confianza", no es más que un cliché absurdo y engreído. Y es que, creo yo, que hay un punto en que la confianza pasa a convertirse en lealtad y esa, hay de sobra por aquí. Lealtad para no andar diciéndole al mundo nunca lo que nos contamos. Para que no sea necesario nunca el “no le digas a nadie”. Para no decirle a nadie antes que a nosotras lo que pensamos la una de la otra, de nuestros errores, miedos y debilidades. Para hacer real eso de que los amigos te defienden en público y te putean en privado. Para aceptarnos tal y como somos. Aceptar ceder aunque cueste, si eso ayuda a que la otra esté bien. Para no juzgar nunca lo que hicimos, lo que hacemos y dejamos de hacer, lo que nos duele y lo que soñamos. Y es exactamente eso, porque que así como yo, ella tampoco ha juzgado nunca ninguno de mis sueños, ni el más absurdo e irrealizable y por el contrario y después de un profundo interrogatorio y una obvia risa inofensiva, los alentó a su peculiar manera.

La vida siempre me ha puesto buenas personas en el camino y la intuición me ha guiado a escoger a muy buenos amigos con virtudes hermosas y defectos a veces irremediables, pero llevaderos. El destino me puso hace 7 años en un salón sola, totalmente vulnerable y, raro en mi, sin ganas de juzgar a nadie. La vida, la confianza, lealtad, intuición y sobre todo el inmenso cariño que hay, nos ha llevado a una nueva aventura que confieso, me moría de miedo de emprender. Creí que compartir un techo con ella sería, más allá del sueño adolescente de vivir con tu mejor amiga, una difícil tarea. No con las dificultades que algunos enumeran a veces cuando preguntan qué tal nos va, no. Creí que no podría volver a dejar que invadan mi espacio, pero no me había dado cuenta que mi espacio lo comparto con ella desde hace ya mucho tiempo y es la única persona con la que no me molesta hacerlo. Creí que vernos todo el tiempo sería malo, pero creo que cada día que nos vemos sabemos ver lo que realmente necesitamos, ya sea un poco de compañía o mucho espacio, una broma idiota, un silencio, un plato de comida favorito, una pastilla, un abrazo o un siempre sincero “¿todo bien?”.

Y es también esa confianza, intuición y lealtad (sobre todo eso) lo que ha hecho que logremos calar la una en la otra. Nuestras vidas han sido muy distintas y a la vez, hemos tenido dolores muy similares. Uno de ellos, hace que de cierta forma entendamos lo que es la fuerza y la fe de la que hablamos muy de vez en cuando y con una botella verde en la mano. Hemos entendido que hay cosas que solo podemos decir en nuestro cerrado círculo de confianza. Que hace mucho tiempo está implícito el “a ti no te voy a mentir” para cosas que no queremos reconocer en voz alta frente a los demás. A nuestro modo, las dos tenemos un carácter complicado que, extrañamente, no se activa mucho entre nosotras. Las dos creemos irremediablemente en los códigos inquebrantables capaces de deshacer la amistad más grande. Yo soy bastante cursi, tanto como para escribir todo esto. Ella demuestra con acciones y sin tanta palabra. Ella es la fuerte de este dúo, la tajante en ciertas decisiones sin vuelta atrás. Yo soy la que da vueltas, la siempre en dudas y miedos. Ella es la que me desahueva cuando dudo mucho, cuando no quiero asumir lo que me toca. Yo la escucho y jamás la juzgo. Soy el bicho en la oreja que le dice si algo no es correcto y ella, la que tarda en darme la razón. Ella es la fuerte pero la que se hunde en un hoyo negro cuando se quiebra. Yo bajo mi voz y mi mirada pero he aprendido a no hundirme tanto y es más fácil con su bulla al lado. Ella sabe cómo sacarme de mi coraza, levantarme del piso y sacar lo que siento con cucharita. Yo sigo intentando hacer lo mismo con ella y no logro más que engreír sus exigentes gustos con esta parte maternal/hermana mayor que ha logrado sacar en mí. Somos capaces de reírnos de nosotras mismas, en los peores momentos, yo de mí y de ella, ella de mí y de ella. Las dos de todo el mundo. Hablamos con la mayor franqueza incluso de cosas que a otras personas les ofendería. No nos ofendemos, nunca, ni cuando criticamos duramente lo intocable: nuestras familias y nuestras pasiones. Somos capaces de putearnos de la manera más sutil, de no molestarnos nunca por un consejo o una crítica, de tomarla de la mejor manera y entender que es mejor decirlo que callarlo.

La intuición me dice que es cierto lo que siempre le digo, que es para toda la vida esta fuerte amistad. La vida dirá. Dirá si continúa así de fuerte e irrompible con el pasar de los años, de la vida misma, de esta aventura que hasta el momento es una de las mejores. Si es cierto que nuestros hijos jugaran juntos, que los suyos humillaran a los míos y todas esas tonterías que sin darnos cuenta vamos prometiendo en silencio al tiempo.  No lo sé y creo que ella tampoco tiene la certeza. De lo que si estoy más que segura, es que siempre que podamos estaremos ahí la una para la otra. Aplaudiéndonos, en el abrazo fuerte de cada cumpleaños, en los desamores, en el silencio para no estorbar, en el futuro que a veces alucinamos, en las buenas y siempre en las malas.

Alguna vez escribió que al parecer, el destino nos iba a unir tarde o temprano y sí, fue exactamente cuando debió ser y nos unió otra vez cuando más lo necesitábamos. Hace 7 años desde ese golpe en el hombro que se convirtió en un abrazo fuerte al saludarnos. Hay muy pocas cosas sobre las que estoy segura en esta vida y para ser sincera, hay pocas personas por las que tengo un cariño tan fuerte como para que no se cuele ningún sentimiento negativo. Ella es una de esas pocas personas y no sé si alguna vez podré llegar a demostrarle y mucho menos decirle  cara a cara lo mucho que me enorgullece cada cosa que hace. De que aplaudo en silencio cuando se aferra a su guitarra, cuando anota, cuando es feliz. Que admiro su fortaleza y sus fuerzas para llorar. Que admiro la persona en que se ha convertido, pudiendo ser todo lo contrario. Que aún puede saltar de espaldas porque siempre estaré ahí para atraparla. Que todo lo que hice por ella, lo volvería a hacer sin pensarlo. Que es mi pierna derecha, que necesito desde sus risas hasta su silencio cuando no sabe que aconsejarme. Que la promesa que le hice al cielo en sueños, no la romperé jamás. Que la amo con esa parte de mi corazón que solo tienen los que llevan mi sangre. Y que, cuando digo que es mi "mejor amiga", en mi corazón sé que no es suficiente y que esa etiqueta jamás le hará justicia a la hermana que me dio la vida, la suerte y la perfecta intuición. 


                                               Somos tanto distintas y es tan necesario
                                           tenerte conmigo para caminar..               
                                                              



miércoles, 20 de marzo de 2013

Y en las malas..


Alguna vez han visto a alguien que quieren estar tan triste, a tal punto que quisieras poder pararte de lengua o sacarte la mierda con algun artefacto marca ACME para arrancarle una sonrisa. Han visto a alguien llorar de tal forma que quieres abrazarlo y decirle: "Yo me encargo" y salir cual papá de quinceañera en busca de la persona que le hizo daño y reventar a ese maldito ser humano a patadas solo porque sí. O querer salir corriendo en busca de una iglesia, como para estar más cerca a esa fuerza, a Papa Lindo, y pedirle de rodillas y con las dos manitas juntas que por favor, que nada malo suceda para que no sufra más. Alguna vez han sentido tanta tristeza al ver la suya que prefieres quedarte en silencio para no molestar. O han sentido tanta impotencia y no han podido hacer nada más que engreír a esa persona con cojudeces que ni siquiera a ti te parecen suficientes, y sin más remedio que tener que escribir sobre eso en tu blog. Alguna vez todo esto por alguien que ni siquiera lleva un apellido que esté dentro de tu árbol genealógico, ni una gota de sangre igual a la tuya, nada, solo el título ese que la sociedad impone y que no logra hacerle merito a quien llamas amiga; mejor amiga. 

Siempre he tenido una gran dificultad para consolar a las personas. Nunca he sabido si un abrazo es lo correcto o si es realmente necesario hacer lo correcto o lo que siento. Nunca he soportado ver llorar a las personas que quiero. Creo que nadie logra tolerar nunca eso. Nunca he atinado a hacer más que inventar algun detalle que pueda arrancarles una pequeña sonrisa o hacer la broma más desatinada para que sonrian mientras mueven la cabeza desaprobando mi estupidez. Nunca tengo las palabras precisas y ni siquiera me molesto ya en buscarlas cuando no puedo decirle a alguien que todo estará bien sin saber si así será. Nunca se cuando debe durar el silencio y nunca se cómo ofrecer mi hombro, pero ahí está.

Y no sé como acabar con tanto dolor cuando el mio ha terminado hace no mucho. Y no sé si espera más de mi, si necesita oirme decir las frases armadas que todos dicen, si necesita que sea dura con ella o que le de la razón. No sé si mi silencio largo sirve o si por el contrario, la hace sentir sola; o si necesita que llene un poco el espacio y el tiempo que está cambiando en estos días. Siempre he pensando que la mejor forma de ayudar es no estorbando y que, a veces, es bueno solo estar ahí sentada, en silencio y escuchando todo lo que quiera gritar. No lo sé. Y es que no saber abrazar su dolor deja en mi un mal gusto cuando extiendo mis brazos mientras ya da la espalda. Poder saber abrazar a otras personas en el momento preciso es una ironía absurda y a la vez, una muestra de que quiza no todos necesitan un abrazo, solo un oído.

Y quizás eso soy para ella, un oído solamente. No necesita más de mi que eso, mi paciencia y mi silencio. Y si resulta que no, que busca más cuando por fin decide abrir sus puertas y gritar, pues que me perdone, porque no quisiera más que hacer todo lo que esté en mis manos para calmar, aunque sea un poco, el vacío y pena de esos días en que todo está mal. Que me perdone, porque espero entienda que en mis risas nerviosas, en mi silencio, en mis detalles absurdos, en las botellas de color verde, en mis intentos fallidos de cocinera inexperta, en mi puerta abierta por si quiere hablar de madrugda, está todo lo que me permite darle sin romper sus muros y toda la promesa que hice alguna vez. Está todo lo que la vida nos ha ido acumulando en sentimiento. Todo lo que puedo amarla, como si la lealtad y el título que alguna vez nos pusimos, nos hubiera convertido en seres de la misma sangre, en como hermanas, o más, en amigas para toda una vida. 

Carta a mis sobrinos.

Hoy los ví. Sí, se que no es mucho el tiempo que me quedo cuando por fin aparezco en su puerta y sí, supongo que para ustedes el poco tiempo que paso ahí es mucho más de lo real, una realidad y un tiempo que aun no tienen claro. Hoy los vi y ahora que lo pienso, no estaba en mi plan diario el ir a verlos. Hoy los vi y ya sentada en la sala de mi casa con sus fotos frente a mi y mi sonrisa boba, siento por todo el cuerpo esa inexplicable felicidad que solo ustedes han podido lograr hacerme conocer.

Hoy entré a su casa y aunque no los vi desde que llegué, bastó que escuchen mi voz o mi nombre, no sé, para que salieran corriendo de sus cuartos, recién cambiaditos a ropa de casa y con la carita cansada de un día de clases. Corrieron. Sin atropellarse el uno al otro, porque así son ustedes, siempre dejandose ganar entre ustedes como si entendieran que al final lo que importa es llegar y llegar juntos. Corrieron, y aunque tu, mi preciosa niña, llegaste segundos antes, tuvieron la perfecta certeza de colgarse al mismo tiempo de mi cuello y darme el abrazo que, creo, han estado aguardando desde la ultima vez que los vi. Los cargué, con una fuerza que solo tengo cuando se trata de cargarlos a ustedes. Los cargué y los llené de besos al mismo tiempo, uno para cada uno, dos, tres, cuarenta besos. Y les juro, les juro que se detuvo el tiempo mientras oía a lo lejos un ruido que luego entendí era la voz de su mamá saludandome y de su papá despidiendose para volver al trabajo. Se detuvo el tiempo en un saludo que no tiene más de unas cuantas semanas esperando. En un saludo que no tiene dramas ni nada de distancia por la cual hacer catarsis aquí. Un saludo que ustedes olvidaron al momento de bajarlos de mis brazos para que regresen cada uno a su mundo. Un saludo que a mi se me ha quedado impregnado, como cada abrazo que ustedes me regalan en su hermosa inocencia. 

No sé en realidad porque les estoy escribiendo esto. Quizás es el miedo a verlos crecer tan rapido. El miedo a volver a ser esa persona que no pude decir lo que siente tan facilmente. El miedo a mirarlos cuando sean grandes y no saber llenarlos de besos como hoy lo hago, de no decirles cada que toco sus caritas cuanto los amo y lo maravillosos que son. El miedo a que en su vida no haya algun día un espacio para mi o para escucharme cuando les diga lo inteligentes que eran desde pequeños, cuando les cuente sus palabras graciosas, sus juegos inventados, sus rabietas, o porque no, como me cambiaron la vida. Me cambiaron la vida, sí, y no pretendo que lo entiendan desde ya. Es más, quizás no logren hacerlo hasta que uno de ustedes tenga un hijo y el otro lo ame como si fuera suyo, ya lo veran.  

Me cambiaste la vida, princesa Lourdes. Porque no podía entender que una persona pueda amar tanto a un pequeño ser que no haya salido de una misma. Me cambiaste la vida porque, imaginaras que no fue fácil tener un bebé en la casa por primera vez y no sentir que me privaba de nada, solo cuando no podía disfrutarte algunas horas por irme a clases. Cambiaste mi rutina sin que yo me de cuenta o me moleste hacerlo. Cambiaste mis temas de conversación y mis horas de dormir. Cambiaste, sin duda alguna, mi forma de despertar, porque mientras tu llorabas por despertarte en la madrugada, yo sonreía dando vueltas en mi cama mientras te oía desde mi cuarto totalmente agradecida por tu llanto, porque existias ya. Porque entrabas a mi habitación con tu carita traviesa, lista para subir a mi cama y jugar con todo lo que esté a tu alcance, y para mi eso era mejor que seguir durmiendo. Fuiste mi refugio, mi esperanza desde el día en que supe que llegarías. Y tu Sebastian, mi principe maravilloso, llegaste para romper el silencio que a veces esto de ser adultos trae consigo. Cambiaste poco a poco mis días, la rutina, los abrazos adultos de los que te hablo. Me enamoraste con tu sonrisa de lado, me trajiste la ilusión que estaba demasiado floja en ese tiempo. Fuiste un reto para mi, uno de los más grandes que he tenido. Me contuviste, fuiste mi fuerza en uno de los peores momentos de mi vida en el que solo tener que velar por ti, verte dormir y oirte despertar riendo, podian sacarme un poco de tanta tristeza.  Has cambiado mi vida, mis ganas de abrazar, mi paciencia por etenderte, por realmente querer entenderte. Me has llenado de una dulzura que te recorre todo el cuerpo y que espero no pierdas jamás. Me cambiaron la vida, pequeños chinitos. Me cambiaron el sentimiento y la forma de amar. Me cambiaron la sonrisa a veces dura a una sonrisa que va creciendo, incontrolablemente, por fuera y por dentro, como si no se pudiera más, como si el corazón fuera a explotar en cualquier momento de tanto latir a mil por hora, como si cada vez que veo sus ojos descubriera un nuevo tesoro, una respuesta, una luz. 

Podría pasarme horas escribiendo lo que siento, lo que me dan en cada mirada risueña cuando atino en el juego que quieren jugar, cada vez que se rien a carcajadas cuando beso sus barriguitas, cada vez que quieres que llegue rapido al final de La Cenicienta para oir que se casaron, cada vez que esperas que me levante después de haberme herido con tu espada de caballero mata dragones. O cuando les digo que debo irme y corres por tus zapatillas para irnos juntitos de la mano, mientras tu, toda grande ya, te despides como una señorita pidiendome que me cuide y que regrese pronto. Podría decirles cuanto los amo, pero no puedo. No puedo continuar llenando de palabras este espacio en blanco porque no logra quitarme esas ganas de decirselos y que lo entiendan y que me lo digan también. Pero aquí  va. Los amo, los amo con todo lo que puedo amarlos. Los tengo presentes, siempre. En decisiones que tomo, en promesas que hago, en mi despertar y en mis intentos de dormir. Los tengo presentes en mi cuidarme para ustedes. En mi futuro, que será de ustedes también. Los amo, por la sangre que recorre nuestras venas, preciosos. Esa sangre que su papá y yo compartimos y que no permite que nada malo se cuele entre nosotros al final del día, que nos enseño también que lo importante no es ganar entre nosotros pero si llegar juntos. Esa sangre que los hace parte de un cuarteto que fue y es siempre indestructible. Familia, mis pequeños hermosos, familia, y eso, eso no se destruye nunca y este amor que yo, que todos sentimos por ustedes, es igual, de esos indestructibles y reales. Los amo. 

martes, 12 de marzo de 2013

Nothing Hill.

Ana no es real, lo sé
vivió en mi
en cada inutil adiós
en cada lágrima tuya
o la de algun alma destruida
por mi, por ella...
que no es real
... Ana se está yendo...
ya se fue...
huyo al verte otra vez...
le teme a tu mirada
la nueva, segura...
le teme al amor y se fue...
... Me dejó sola, contigo.

Mi Julius.



Como ya he contado antes, tantas veces ya, mi abuela se fue un agosto. El, de quien hablo en esta historia, tenía unos 10 años, edad de la que caigo en cuenta en este momento en el que empiezo a retroceder en el tiempo, calculando los años que hoy tiene y avergonzandome un poco más. 10 años, edad suficiente para saber que la abuela ya tenía tiempo de no sentirse bien. Edad suficiente para entender, por lo menos por fuera, que la abuela ya no estaba más aquí y que, desde ese momento, solo nos quedaba resignarnos a recordarla cada vez que algo peculiar sucediera en la familia o en esas señales que llegarian tiempo después. Edad suficiente para necesitar un abrazo, un momento solo suyo para decirnos como se sentía, una explicación sutil sobre el adiós eterno. Tantos años después me doy cuenta de que, seguramente, ninguno de nosotros le entregó eso.

A poco tiempo de esa madrugada que trato de no recordar y, como se estila aunque no tengamos nada claro qué religión nos toca, fuimos a una iglesia y nos juntamos ahí todos los que tanto la queriamos. Yo, que no suelo archivar estas situaciones en mi cabeza, recuerdo claramente solo un momento, uno de esos que no significan mucho cuando pasan y que al recordar te anudan la garganta pensando que pudiste haber hecho algo distinto a lo poco que atinaste a hacer. En fin, que ya en esa iglesia que mi madre eligió cuidadosamente, intentando complacer los gustos de la abuela, aun en ese momento, coincidimos uno al lado del otro, el niño de 10 y yo, su prima de 16.  

No recuerdo ninguna de las palabras en paporreta que dijo el cura por más de media hora. No sé quienes estuvieron ahí esa noche, ni que llevaba puesto, nada. Solo puedo recordar que intentaba no dejar volar a mi mente, que no quería faltarle el respeto a la memoria de mi abuela ni al esfuerzo de mi madre y que intentaba, al mismo tiempo, ser fuerte y valiente, no llorar. Recuerdo también que la valentía se destruyó en el momento en que, también por cuidadosa elección de mi madre, sonó una de esas canciones que a la abuela tanto le gustaban, esas que solo podías saber cómo las disfrutaba si la conocías bien. Y entre tanta concentración para ser valiente, entre tanto labio mordido para no gritar a voz en cuello la letra de esa canción, algo brillante me distrajo, algo a mi derecha, una pulsera de plata y un sollozo. Era mi primo, el niño de 10 años que sostenía en esa misma mano de la que colgaba esa pulsera, un pedazo de papel con el que timidamente intentaba secar sus lagrimas. 

Y ahí estaba él, paradito a mi lado, siempre con una postura firme aprendida de su padre, que por lo menos en eso andaba correcto por la vida, la postura. Paradito a mi derecha, firme, como el Julius de ese libro que tanto me gusta y que, irónicamente, siempre me traía su rostro cuando lo leía. Paradito y sin hacer mucho ruído, para no molestar o para que no lo noten, probablemente. Pero yo lo noté y noté también que en todo el tiempo que ya había pasado y que, cada uno a su manera, habíamos intentado sanar un poco, el nunca había mostrado su dolor. Pero, yo noté que esa noche sus lagrimas de un niño con un dolor lleno de ternura, con recuerdos borrosos de una vida que aun tenía pocos años de  memoria, con una despedida pendiente y creo yo, palabras que no le dijo porque, que iba el a saber que es bueno decirlo todo, siempre, y despedirse con una palabra bonita, como lo hace ahora.

Todos siguieron sumergidos en su dolor esa noche. No lo sé, puede ser que esa noche todos ahí hayamos escarbado un poco en esa pena que nos tenía sonriendo sin sonreír realmente todo ese tiempo. Puede ser que muchos ahí hayamos estado hablandole en voz baja, dandole gracias, diciendole la falta que nos hacía (que nos hace), pidiendole perdón, algunos, preguntandonos tantas cosas. Puede ser que a nadie le haya parecido peculiar la escena que tenía yo a mi derecha, puede ser. Yo, que intentaba ser valiente mientras miraba todo eso, solo pude alzar un poco mi brazo y despeinar con mi mano sus cabellos siempre bien peinados y acercar sutilmente y por poco tiempo su cabeza a mi cuerpo, cabeza que en ese tiempo no tenía  yo que mirar hacia arriba.

Nada más, porque no sé, no tenía aun la valentía para lidiar con mi dolor y menos con el de alguien que entendía menos que yo. Nada más, porque es recién ahora que recuerdo todo esto, que creo que pude haberlo protegido en un abrazo lleno de tristeza compartida, sí, pero de complicidad. Ahora que esa complicidad y los años nos han llevado a conversaciones adultas entre risas, a confesarnos rencores y cariño mutuo. 

Ahora, que todo esto ha logrado convertirse en una resignación repleta de señales y de una inexplicable protección celestial, de recuerdos aun frescos con sonrisas de lado y un suspiro, entiendo que él también tuvo sus momentos con ella. Que ella también lo llenó de besos muchas veces, lo ensalzó e hizo alarde de su inteligencia, dejandolo satisfecho y orgulloso, cosa que solo ella podía hacer. Que ella también lo amó y mucho y que él, a sus 10 años, amaba su patio rojo, su comida, sus cuidados, el de todos en esa casa con jardín inmenso donde el era el dueño de nuestra entrañable mascota, cada vez que llegaba y que, aunque no pueda recordarlo, era feliz cuando ella también se tiraba al suelo por él, para jugar mejor y con más calma los juegos que el quisiera. Y que, estoy más que segura, hoy seguiría diciendole el buen hombre en el que se ha convertido y claro, criticandole una que otra cosa, o varias, porque así amaba ella y a él, también lo amaba. 


lunes, 11 de marzo de 2013

Nada para ti.


Qué fácil es ahora
Ir y venir
un verano en el paraíso
un otoño más en tu vida vacía
de sillones de cuero, seguramente
(no me quiero imaginar)
mujeres que se ríen de ti
mujeres de las que te ries
mujeres (o algo así) que no sabes cuidar
aqui o allá, da igual..
A ti todo te da igual
Ella te dio igual
No tienes que mostrar lo contrario
no intentes ni siquiera llorarla
hablar de ella
No mereces ni su nombre
ni su perdón
su protección
la que siempre te dió
incluso al dejarte ir
incluso al no pedirte nada
incluso al descuidar a los demás
por ti, que no mereces ni su nombre
no intentes mostrar lo contrario
no frente a mis ojos
no frente a mi boca
que solo tiene palabras duras para ti
palabras que no te diré nunca
ni siquiera eso mereces
ni siquiera eso hay para ti
nada, solo madera vieja
recuerdos de tu niñez
de toda mi vida plena a su lado
nada, solo lo que puedas llevarte
y ni siquiera eso mereces
ni estar aquí, tan tarde ya
porque no llegaste a la hora
tu, que profesas puntualidad
siempre de etiqueta, pulcro
No intentes engañarme
estás sucio, todo tu
Y ni siquiera eso mereces
ni limpiar tu alma
ni más de mi tiempo, nunca.
Ni más de mi rencor
solo estas lineas.