Me declaro oficialmente experta en despedidas. Y no es que esto me llene de orgullo el pecho, todo lo contrario, es más bien un vacío lo que deja en el.
Si contara las veces que he recorrido la avenida La Marina hasta llegar a Faucett con un nudo en el estomago, buscando las palabras precisas para no sonar muy fría, para no sonar muy cursi, para no llorar, para no decir adiós e intentar con un "hasta luego", advirtiendome a mí misma que una broma escudera no me servirá de nada al momento del último abrazo y buscando en mi cerebro algun recuerdo gracioso para traerlo a la vida en ese mismo instante, como para hacer más ligera la cuestión. Han sido tantas las veces que he llegado con prisa a ese monumental y odioso lugar, que he corrido por los corredores para alcanzar si quiera a lanzar un sacudon de brazos de lejos, gracias a mi caracteristica impuntualidad, claro, y que en el fondo esperaba me sirviera para no tener que ver la última imagen antes de que entren por esa puerta que no sé a donde conduce, que se traga a los que quiero sin ninguna piedad y que pocas, muy pocas veces los devuelve.
Son muchas las veces que después de un "me voy", he contenido mi rostro sin dejar que se vea mi tristeza, mi dolor y mi rabia. Algunas veces esos sentimientos no llegaron de inmediato y me creía poderosa e inmune al dolor de las despedidas, hasta el ultimo abrazo, claro, porque para engañarme, para eso también soy muy buena, casi tan buena como para despedirme.
En pocos dias me toca de nuevo una sesión de abrazos para el recuerdo, de esos que no quieres soltar nunca y que intentas guardarte como una fotografía pero que se desvanecen al instante de soltar. Se viene una sarta de besos y risas nerviosas, el stress que no permite un tiempo real y hermoso para decir lo que no se dijo, para quedarte con una imagen de paz y buen momento. De ese llanto inevitable porque si, pues, uno nunca sabe y en este caso, no se sabe nada, no hay ni día ni hora para postergar el abrazo, no lo hay y ni ella sabe si lo habrá.
Y aquí estoy, una vez más intentando jugar con las palabras para sacar de mi pecho todo este dolor que me causa esta despedida, porque duele como algunas me han dolido y más que otras. Porque dejará un vacio enorme el jueves por la noche, porque el regreso por esa avenida será un martirio y el no poder llorar con todo este ardor, porque no es justo, será la peor mentira que pueda mostrarle. Porque duele, como si fuera algo eterno, culpa de la incertidumbre del retorno, culpa de su vida por delante, de los sueños, de mi vida ya avanzada.
Porque duele, por las mil historias que hemos compartido, mil. Por las risas preciosas que nos duraron horas y años, por las miradas en silencio perseguidas por más risas que enmudecian al mal entendedor, que alegraban a los admiradores de nuestra amistad, por los recuerdos, por el fuego, las notas de música, las lagrimas que secamos con un abrazo eterno, de esos que se te quedan en el corazón para toda la vida y que extrañas y necesitas cuando las lagrimas se asoman de nuevo, de esos que te reconfortan, te dejan y te permiten continuar.
El tiempo pasa rápido, tanto que en un abrir y cerrar de ojos quedan sólo dos dias para disfrutar de su luz, una luz que alcanzará para alumbrarme desde lejos, estoy segura. El tiempo pasa rápido y pasará aun en esta eternidad sin tenerla aquí a unas cuadras de mi casa, a una llamada de distancia, de horas y horas de hablar nada luego de un simple saludo. El tiempo, la distancia, mis peores enemigos confabulan otra vez en mi contra, pero se unen para hacerla crecer y eso, eso vale más a pesar del vacio.
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