He pasado más de una década en el
mismo lugar. He visto gente llegar, los he visto crecer y los he
visto irse. Me siento casi como el hombre bicentenario viendo cómo pasa el
tiempo, cómo cambian las caras, las costumbres, las reglas, las modas y hasta
el mismo lugar. Cambiando también con el tiempo, haciéndome más crítica,
teniendo que entrar en lo que la adultez demanda, haciendo menos dura. Viendo a mis rostros queridos
partiendo y enamorándome de otros.
Me pasé años pregonando, como cualquiera, que
mis días hace tanto fueron mejores. Me he pasado años oyendo a los viejos lobos
repetir una y otra vez lo mismo con olor a cigarrillo. Y otros tantos oyendo a quienes
nunca se asomaron más por ahí decir ciegamente lo mismo, como quien emigra por
el sueño americano y no quiere mirar lo bueno de su propia América. Pues, aquí
y ahora debo confesar que he aprendido que no todo tiempo pasado fue mejor y
que, como oí alguna vez, para cada quien, su tiempo fue el mejor de todos.
Antes teníamos que cargar con
nuestras mochilas al hombro y reunirnos en algún lugar de Lima para poder
llegar hasta nuestra casa, previas coordinaciones con el roche de llamar a la
casa y molestar al papá de tu amigo. Pero no teníamos ese bus nuestro, donde no
penetrara más aire que el que se respira cuando estás con esas personas que
entienden lo mismo que tú. No podíamos quedarnos atrapados en el terror de la
carretera con la música que queriamos, en una burbuja con asientos donde no
cuenta la edad.
Antes teníamos miedo de entrar a
la cocina y nos dábamos toda la vuelta para sacar nuestras armas de limpieza.
Pero no todos tenían esas graciosas charlas con las señoras que cada fin de
semana están ahí, de pie, poniéndole todo su amor a su sazón. Señoras que nos
conocen, que nos ven crecer y que nos espían por esa puerta cortada cuando
somos estrellas y nos aplauden al medio del comedor.
Antes, tenías que tener una estrella sobre la cabeza para poder saltar hacia el estrellato y sacar tu voz frente a todos, para sentarte a tocar las notas más lindas mientras el fuego se consume. Y podías pasar años mientras yo te veía crecer e irte sin nunca poder explotar, sin poder mostrar quién eras cuando se te daba el empujón.
Antes eran niños, jóvenes y
adultos. Los niños aprendiendo y admirando al grande, sentado desde donde todo
se ve. Pero, estoy casi segura, que no a todos los grandes de entonces se les
enchino la piel y se les hizo un nudo en la garganta cuando vieron a su
acampantes recibir el polo verde y blanco. Pero antes, no se daban la
oportunidad de conocer lo que había detrás de esas miradas temerosas que no habían
llegado ni a los quince años.
Antes no éramos bailarines ni estrellas de verano por unos minutos. No teníamos que pasar madrugadas con los pies en el suelo repitiendo una y otra vez el mismo ritmo. Pero antes no nos aplaudían de tal manera, no sentíamos el calor de noche y teníamos los ojos de los grandes arrodillados frente a la majestuosidad del empeño con lágrimas en los ojos y un “qué orgullo” en la punta de lengua.
Antes, tantísimas cosas antes y tantísimas
cosas vendrán después. Pero es momento de entender que no podemos quedarnos
atrás ni adelantarnos al futuro. Solo nos queda agradecer a quienes estuvieron
antes por darnos historia y una raíz y continuar
sembrando los mejor para los que vendrán.