jueves, 13 de septiembre de 2012

(1509) ...que yo había ganado.

Sí, al igual que con la mayoría de cosas tristes y horribles que he podido vivir, mi cerebro ha suprimido muchos de los recuerdos que tengo sobre esta época. Sí, al igual que con los demás recuerdos, lo que no se borra es lo que sentí en esos momentos. 

Tenía ocho años, seguramente. Mi colegio quedaba muy cerca de esa casa rosada que pasaron muy tempranito en las noticias que veía mi abuela mientras, mis hermanos y yo, nos alistabamos para ir a clases. Estoy casi segura que mi mamá decidió que ese día nos quedemos en casa, que era más seguro. Siempre, después de ver las noticias se decidía no salir. Recuerdo también que especulabamos sobre la cercanía de esa casa con el local de nuestro colegio, que incluso, le deciamos a nuestros amigos que quizá, si nos atreviamos, podríamos aun ver algo de acción. Pero claro, eramos niños pero tal terror no dejaba ni que nuestra parte más traviesa salga a flote. 


Ya conocía el rostro de ese señor. Sabía que era el jefe de esos que se dedicaban a dejarnos en oscuridad por lo menos tres veces por semana. Sabía que tenía que ver con esos carros que explotaban y mataban niños, mamás de niños como yo, mamás y papás como los mios, que a nadie le habían hecho daño. Sabía que era sinónimo de enemigo, de sangre, de muerte. Sabía que se llamaba Abimael Guzmán pero no sabía bien qué eran esa piel de gallina, temblor, náuseas y una extraña sonrisa que sentía que no debía tener en mi rostro. Era pánico mezclado con victoria, a mis ocho años.

No, no vivía en provincia. No, ningun familiar o conocido murio en algun atentado terrorista. Nuestro temores se veian reflejados en las tocadas de puerta en puerta de algun vecino para preguntar por el dueño de un auto desconocido que ya tenía buen rato estacionado en nuestra urbanización. Eso era algo que no se podía tomar a la ligera y por la escacez de teléfonos en las casas, salian todos hasta encontrar al responsable de ese gran susto. 

Un bulto, una caja, una bolsa sospechosa en el lugar de la basura pasaba inmediatamente a ser una bomba lista para explotar en cualquier momento e incluso, no sé si por consejo de nuestros padres o por puro instinto, era casi un acto suicida el patear algo en la calle, pasar cerca de bultos extraños y peor aun, recoger cosas del suelo. 

En casa no se hablaba mucho del tema. Nos dijeron lo suficiente para tomar nuestras precauciones, para entender que había que hacerle caso a mamá más que nunca. Nos escondieron lo suficiente como para no vivir aterrorizados, no asustar a otros niños, crecer como tales y pensar que todo eso, de alguna manera, no podría traspasar las paredes de nuestra casa. Pero no, porque parte de la niñez es esa curiosidad por saber qué te esconden los mayores y la realidad en mi cabeza, era otra. 

Recuerdo perfectamente salir cada cierto tiempo a la reja de mi casa a mirar si había algun auto sospechoso para ir corriendo a avisarle a alguien mayor. Recuerdo haber hecho lo mismo con la esquina donde se ponía la basura y tratar de adivinar cual sería el bulto explosivo. Recuerdo claramente, y mi piel se estremece, de las noches en las que, jugando en el patio de mi casa y viendo las estrellas que se dejaban apreciar mejor con la oscuridad de la ciudad por los apagones, sentía que en cualquier momento un grupo de hombres con la boca tapada y armas en las manos vendrían por mi y mi familia. Recuerdo fingir que ya no quería jugar con mis hermanos, entrar a la oscuridad de la casa y protegerme sentadita al lado de mi mamá y algunas velas encendidas. 

Los juegos también sonaban diferentes. Mata gente y Policias y Ladrones parecian juegos un poco ironicos para divertirse y aunque mi yo niña los jugaba, mi miedo, ahí escondidito para no ser la burla de mis amigos mayores, sentía que eran como palabras prohibidas y claro, nunca quería hacer el papel de ladrón. La colección de esos soldaditos verdes con base de plastico ya no eran solo imagen del heroismo que, hasta que crecí, significaban los soldados y todos esos uniformados. Algunos pasaban a ser "terrucos" en los juegos de mi hermano, algunos policias y en su juego, siempre ganaban los buenos, como un esperanza de que todo estaría bien, no sé, como la inocencia que uno tiene de que el bien siempre prospera. Los carritos ya no eran simplen e inofensivos carritos. Dejaban de hacer carreras cuando mi hermano les metía sartas de cohetes y los hacía explotar gritando antes: ¡COCHE BOMBA!, dejando a mi abuela y mamá con una mueca extraña en el rostro, como de "Ay, este chiquito", como de preocupadas, como de ver cómo estaba creciendo una generación.

Las unicas visitas que haciamos era a parte de la familia que vivía en La Molina. El Cerro no se veía siempre iluminado. Todo era muy lejano, muy vacío, muy peligroso. Todo estaba siempre oscuro camino a casa, saliendo de allá. El ruido de las sirenas, no sé si de ambulancias o policías, eran casi tan comúnes como el sonido de los pajaros. Los apagones, eran parte de nuestra rutina semanal y logramos encontrar la forma de divertirnos muy a pesar de ellos e incluso, esperarlos con ansias para jugar mejor a las escondidas, para estar más unidos jugando a la luz de la vela y, por que no, para tener una buena excusa para no hacer la tarea.

Y así, recuerdo un poco de la televisión, de las noticias, de la radio negra a pilas de mi abuela siempre sintonizada en RPP, siempre con malas noticias, coche bombas, muertes, niños, inocentes, atentados, torres, perros colgados, paredes pintadas, apagones, Canal 2, Tarata. 

De este ultimo, me quedó el dolor. Había experimentado un poco de tristeza si veía a mis hermanos (casi nunca a los 10 y 12 años). Me había dado mucha pena ver al Chavo del 8 irse de la vecindad y creo que lloré también con Candy, aunque seguramente no, porque mamá no me permitía ver cosas que me pusieran triste. 

El atentado de Tarata - los cuerpos de la gente llena de polvo, vivos, muertos, los escombros, la inofensiva señora bajando sin entender nada, el personaje que decidió entrar a rescatar a otras personas, el señor gritando el nombre de su hijo de una forma desgarradora - me enseño lo que es sentir el dolor ajeno. Sentir que hay algo, alguien, que está haciendo sufrir a gente que respira el mismo aire que tu, que estaban tan tranquilos como tu, sentaditos alrededor de una mesa tomando lonche con su familia. Entender que no había nada que entender en esas cabezas que sentían que era correcto y justo lo que hacían. Entender lo que "tu gente", entender que mi país estaba en medio de una guerra y que yo, mi mamá, mis hermanos, mi abuela, la gente que amo, podiamos ser las siguientes victimas, en cualquier momento y por nada. Que despedirte de mamá en la puerta del colegio no te garantizaba volver a verla. Que sus viajes por trabajo a provincias ya no tenían la ilusión del regalo al regreso, si no, la esperanza de verla llegar sana y salva. Que esa casa rosada en Surquillo cerquita a mi colegio, ese señor encerrado en una jaula con el número 1509 significaban, de alguna manera, la esperanza de que la guerra estaba terminando, que mi familia estaba a salvo, que yo había ganado. 

No sé cuanto tiempo pasó hasta que cesaron los atentados, por lo menos tan seguidos. No sé en qué lapso de tiempo ya era seguro salir a la calle, ya no habían toques de queda, no sé. Y no, no hablo de política, ni de a quién se lo debemos, ni quién si hizo, ni quién no, porque esto, poco tiene que ver con la ideología política que no soy suficientemente capaz de tener, ni de mi simpatía ya conocida. Solo sé que desde ese momento los recuerdos de mi Lima y de mi vida, pasaron de ser color sepia a tener más color y vida, menos miedo, más libertad en las caras de los que me rodeaban. Y que, cuando mis sobrinos crezcan, les contaré lo que se vivió, lo que significa el terror y lo retorcida que es su forma de conseguir lo que quieren, su motor. 

El pánico que me invade hoy por hoy es que, como van las cosas, ellos no tengan que vivirlo en carne propia. 



miércoles, 5 de septiembre de 2012

Maravilla.


A ti,
que me partías el alma
al hacer tu maleta imaginaria
que te perdías en la excursión
al jardín de la hermosa casa
dejándome  en un escalón lleno de soledad
a tí, que volvías para que yo no sufra
y continuabas por mí…

A tí,
que golpeabas con tus pies grandes mi tranquilo mundo
que acabaste con mi paciencia cada tarde
a ti, que me llevaste de la mano
para soltarme cuando esté segura…
a ti, que conociste su mirada
poco antes que yo

A ti, que te llevo en mis mejores recuerdos..
que no pude abrazarte
hasta que abriste tus brazos..
a ti, que te endureció la vida
y te ablandó la distancia…

A ti, que te envidio tanto…
que te amé
desde que intentaste llenar mi boca de dulces caramelos
desde que tú me amaste
Quizá desde antes
cuando entendiste que llegaría…

A tí, que te daría toda esta vida libertina
por sobar tu espalda
por secar tus lagrimas de niño
por darte un poco de mi alegría..
A tí, que te daría mis dos manos
para probar  por siempre tus manjares..
a tí, que me tienes con la pena a cuesta
que eres la maravilla de dos mujeres
de un hombre
y de un ángel…